viernes, 1 de julio de 2011

confesión del artista

Yo sé que ella es un color y un sonido. ¡Si pudiera mostrártela!
Dormía allí, desnuda, abrazándose las piernas. Yo amaba en ella una alegría de animal joven y al mismo tiemp amaba el presentimiento de la descomposición, porque también ella había nacido para deshacerse y me daba lástima que nos pareciéramos en eso. Se le veía en la piel del vientre, que estaba como raspada por un peine de metal. ¡Esa mujer! Algunas noches le salía luz de los ojos y ella no sabía.
Me paso las horas buscándola, sentado frente al bastidor, mordiéndome los puños, con los ojos clavados en una mancha de pintura roja que se parece al entusiasmo de los músculos y a la tortura de los años. La miro hasta que me duelen los ojos y por fin creo que comienzo a sentir, en la oscuridad, las pulsaciones de la pintura hinchándose, y desbordándose, viva, sobre la tela blanca, y creo que escucho el crujido de los pasos de los pies descalzos sobre la madera del piso, su canción triste, pero no. Mi propia voz me advierte: "el color es otro. El sonido es otro".
Me alzo, entonces, y clavo la espátula en esa víscera roja y desgarro la tela de arriba abajo. Después de matarla, me acesto boca arriba jadeando como un perro.
Pero no puedo dormir. Lentamente voy sintiendo que vuelve a nacer en mí la necesidad de parirla. Me pongo un abrigo y me voy a beber vino a los cafetines del puerto.

[Vagamundo y otros relatos.-Eduardo Galeano]

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